Las Claras y las Yemas
Las claras y las yemas pueden serlo todo juntas, pero también pueden serlo todo separadas.
De lo blanco nace el merengue, tras un parto agotador de batir y batir. La batidora agotada contempla sudorosa la emergente espuma, que asciende triunfante venciendo la gravedad, desafiando al volúmen.
Convoca al calor y el horno acude expentante, invitándole dentro, seductor, con la promesa de un crujiente escudo, un caparazón que oculte la verdad del merengue: su origen líquido.
Las claras lo son todo en el merengue; un todo que la saliva deshace, saboreando su desaparición en la boca, como un soplo hacia dentro.
Las yemas son mucho más exigentes. Menos volátiles y estrictamente redondas, acunan la densidad naranja en una cápsula indefensa, ¡tantas veces derramada!.
Las yemas prefieren consistencia, seguridad, son de matrimonio concertado. El almíbar, a punto de bola, las desposa para siempre en una cazuela ardiente. Sin embargo su unión no es fácil: si no permanecen el tiempo suficiente sobre el fogón, testigo, en lo húmedo no llegarán a la esperada independencia, y será necesario un recipiente para que la forma no huya; por otro lado, si se calientan demasiado y hierven en éxtasis, será polvo de yema dulce lo que resulte de la desgraciada receta.
Pero si por el contrario se llega al punto justo, y la fluidez es un éxito que no gotea, las yemas lo serán todo junto al almíbar.
Las yemas y las claras pueden serlo todo separadas. Pero, originalmente, lo fueron todo en el huevo, protegidas opacamente de las distracciones azucaradas.
La curiosidad quebró el huevo.